
Lo que cuesta y lo que vale (Julio, 2015)
Marzo 18, 2016 por Valentina Andrade
Faltaban seis minutos para las once, y el sol estaba casi en su punto más alto. La muchacha, sentada en la acera con los hombros caídos y las rodillas extendidas, usaba la mano izquierda para abanicarse. Miró a la derecha, luego a la izquierda, revisó su reloj Garmin otra vez y gruñó. A esa hora ya no quedaba casi nadie en Los Próceres, sino uno que otro hombre sudoroso, entre corriendo y muriendo, y más gente que en lugar de hacer ejercicio, parecía que estaba paseando. Medio tambaleándose venía una niñita en sus patines de Barbie, y al verla, la muchacha se haló la cara con ambas manos y se quitó el sudor de la frente. Se puso de pie, murmuró algo con el ceño fruncido, y comenzó a caminar hacia el centro comercial IPSFA.
—¡¿A dónde vas?! —dijo un muchacho muy guapo, agarrándola por el brazo.
—A buscar el carro, ¿sabes cuánto rato llevo aquí esperándote? Y vienes así, relajadísimo, a preguntarme que a dónde voy, ¡que bolas tienes tú, chico!
—Gorda, ¡por Dios! Si te fui a buscar el patín que dejaste donde desayunamos.
—¿Ya para qué? Si con este sol no provoca ni estar fuera de aire acondicionado. Me compras unos nuevos y listo, gran vaina. Vámonos —respondió de mala gana la muchacha, quitándole el patín solitario al muchacho y dejándolo en la acera.
Mientras tanto, casi llegando a Ciudad Universitaria, iba un niño morenito, alto y muy delgado, patinando en un pie y agarrando impulso con el otro de vez en cuando. Tenía los brazos extendidos como un avión y una sonrisa de dientes amarillos en el rostro grasoso.
—¿Y esa vaina, carajito? —preguntó un hombre de ropa gastada y acostado en un banco de cemento, al verlo pasar.
—¡Que ahora vuelo, papá, y con esto voy a llegar hasta la luna!
Iraima Valentina Andrade
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